Intento saber quién soy. Abro la
caja de sentimientos, los observo, los analizo y los dejo estar. Más tarde,
tras varios minutos mirando hacia el mar, vuelvo a poner fin. Cojo la caja y la
cierro. No quiero ver más, he visto suficiente, recordado e imaginado bastante.
Unos días
después, miro hacía la calle, miro hacia un lado y me miro a mí. Vuelvo a abrir
mi caja. Saco todo lo que hay dentro; mis fotografías, mis cartas, mis
sentimientos… todo. De pronto noto esa curiosa humedad impregnando mi cara. El río
ha vuelto al cauce y no hay suficiente espacio cúbico. Se vuelve a desbordar.
Sin
pensarlo no más de diez minutos, cierro mi caja, dejando un pequeño resquicio
en el que se pueda respirar. Estoy otra vez armada. Lista para acabar.
Salgo a la
calle, es el propósito de hoy. Miro los escaparates, entro en los
establecimientos, toco las texturas, huelo los olores, cierro los ojos, le doy
al ‘play’ y escucho... el tintineo de un cascabel, el replicar de una campana,
el paso acelerado de mi entorno. Escucho el océano aún estando tan lejos, el
eco de mi voz y una melodía desconocida. Pero no compro nada. No escojo nada.
Retomo el paso, sigo caminando.
Atardece,
anoche y amanece, sigo aquí, parada. No había visto jamás una señal de ‘stop’
dentro de la cabeza de nadie. Pero ahí está, la puedo ver aún teniendo los ojos
abiertos. Los cierro. Los vuelvo abrir. Y tras cientos de intentos, desaparece.
Ahora puedo. Me pongo los zapatos más cómodos del armario y camino. Nadie me
marca el camino, no tengo punto fijo, he perdido el Norte.
Tras largo
tiempo buscando, encuentro mi brújula, estaba tan cerca de mí que no lograba
verla. Me calzo cualquier zapato, me pongo cualquier ropa, ni siquiera me
cepillo el cabello. Agarro las llaves y miro por la ventana. El mundo está ahí.
Se mueve. Está vivo. Puedo sentirlo. De pronto mi corazón empieza a palpitar de
nuevo. Pon, pon, pon… no se para. Sencillamente un paso acompasado por el
correr de mis venas, es perfecto.
De pronto
comienzo a correr, hacia dónde voy. E ahí el misterio. Para de hacerlo. Respiro
y dejo que la sangre fluya cada vez más despacio. Retomo el paso, ahora, voy al
trote. Vuelvo a respirar. Respiro y mis pulmones se llenan de un delicioso
oxígeno. Algo sucede en mi rostro. Mi boca se estira hacía los lados y mis ojos
miran un punto fijo. No sé que está sucediendo. Creo que se llama sonrisa, de
nuevo corro. El miedo se apodera de mí.
Amanece. He
visto el primer rayo de sol entrando por la montaña. Mis ojos cansados buscan
refugiarse en sus párpados. No lo permito. Aunque en algún instante el
cansancio se apodera de ellos. Poso mi mirada en algo. Intento apreciar su
belleza. Miles de descripciones rondan mi mente; bello, triste, romántico,
feliz… todo está en los ojos del que mire.
Cansada de
tanta excitación visual, busco un escondite. Cierro mis ojos. Duermen, con la
conciencia despierta. Una sintonía. Un anuncio. Un programa de televisión. El
libro que leí. Van pasando poco a poco por mi imaginación. Abro mis ojos.
De manera
intencionada, vuelvo a buscar mi caja. Está guardada en algún rincón inhóspito
el cual no consigo hallar. Busco. Observo. Abro mis ojos. Los cierro. Ahí está.
Parece que buscando con el alma se hallan las respuestas. Enciendo la luz y
destapo mi búsqueda. Siguen ahí. Todo está tal y como lo dejé. Es hora de hacer
limpieza.
Recorro los
pasillos. Forzando cada puerta en la que se me cerró el paso. Dejo el contenido
adecuado en cada una de ellas. Censuro las puertas selladas. No hay vuelta
atrás. Llego al final del pasillo. Todo ha terminado, ya puedo volver a
empezar. Dejando algunas puertas abiertas y otras no.
Estoy agotada. Pero de nuevo se dibuja es trazo en mi boca.
Creo que se llama sonrisa.